En las últimas tres décadas, la población mundial de la jirafa se ha reducido a casi la mitad. Las razones son la caza furtiva, los conflictos armados y la explotación de sus hábitats naturales.
Un niño que nace hoy, cuando muera después de su ciclo vital (unos 90 años), dejará el mundo junto a 400 especies animales. Los expertos llevan tiempo alertándonos: vivimos una etapa de extinción masiva equiparable, si sigue esta tendencia, a la de los dinosaurios de hace 65 millones de años, cuando desapareció el 75% de las especies.
Aquella extinción masiva, igual que las cuatro anteriores de las que tienen constancia los investigadores, fue causada por fenómenos naturales como meteoritos, volcanes o incluso la explosión de una supernova. La diferencia de esta sexta etapa de extinción a la que se aboca el mundo si no le ponemos remedio, es que el motivo no es una fuerza mayor, sino la acción del ser humano.
La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) alerta de que la tasa de extinción se ha multiplicado por 100 en el último siglo. Hace dos años presentó los resultados del seguimiento científico más riguroso del mundo hasta la fecha: existen, a día de hoy, 82.954 especies de plantas y animales amenazados, de las cuales, 23.928 (una cuarta parte) corren verdadero riesgo de extinción.
La última en llegar a la dramática lista roja de esta organización ha sido la giraffa camelopardalis, una especie común de lo que conocemos como jirafa, animal sobre el que, hasta hace bien poco, no recaía ninguna amenaza seria. El proceso que ha acelerado su desaparición tiene que ver con sus hábitats naturales: sus ecosistemas son las sabanas, pastizales y bosques abiertos, y abundan en extensiones que van desde Chad hasta Sudáfrica, y desde Níger hasta Somalia.
En solo tres décadas, su población ha disminuido hasta casi la mitad, y en gran parte se debe al descontrol y los disturbios habituales en las regiones donde habita: la violencia étnica, las milicias rebeldes u operaciones militares y paramilitares generan zonas de contiendas que se llevan por delante los ecosistemas donde se producen.
Pero sería injusto achacar exclusivamente el deterioro de esta especie a las circunstancias de estos países acuciados por la pobreza. La jirafa es también víctima, en gran parte, de los países más desarrollados. Un ejemplo es la caza furtiva en países como Kenia o Sudáfrica, cuyos principales clientes son, en su gran mayoría, estadounidenses, hasta el punto de que la UICN realizó una petición formal al Gobierno norteamericano para que se garantice la protección de las jirafas. La caza furtiva de este animal, a diferencia de otras especies como elefantes, focas o gorilas, no busca materiales escasos y valiosos en el mercado negro, sino que tiene su fundamento en la mera diversión.
Pero estos rumiantes de cuello largo y expresión afable, que suelen alcanzar los seis metros y son por tanto los más altos del mundo, se ven amenazados y desplazados también por la acción de grandes empresas de explotación en sus hábitats naturales, que se reducen dramáticamente a causa de la deforestación, el cambio de uso del suelo (por ejemplo, para convertirlo en minas de extracción), la expansión de actividades agricultoras y ganaderas y el crecimiento de la población humana.
Desde la UICN han promulgado una serie de recomendaciones (que ya se están aplicando en algunos países) para volver a sacar a la jirafa de la lista de especies en peligro grave de extinción. Entre las medidas figura la administración de los efectivos de sus poblaciones para evitar que éstas sigan en declive, la educación de la población que inculque los valores necesarios, y la creación de santuarios naturales.
Hay precedentes en los que el ser humano ha sido capaz de repentizar ante una situación así, y de tomar medidas para revertir la situación crítica de una especie. Ha sucedido con el oso panda gigante que, gracias al esfuerzo de las autoridades chinas, recientemente salió de la lista roja de la UICN. Esperemos que la jirafa corra la misma suerte. Depende de nosotros.