Cuando pensamos en la ciudad, de inmediato brota una familia semántica asociada a los conceptos: polución, ruido, estrés, tráfico, contaminación, prisas, atascos, aglomeraciones, muchedumbre, consumo desaforado… pero ¿y si no tuviera que ser así? ¿Y si fuéramos capaces de transformar las ciudades en espacios habitables, sostenibles, acogedores, visualmente plácidos? ¿Y si la naturaleza invadiera nuestras ciudades? No se trata únicamente de promover más zonas verdes, sino de participar en ellas, de hacerlas nuestras, más humanas; de practicar una agroecología y convertir los barrios en ecobarrios; de establecer una red de relaciones humanas basadas en el compromiso y sustentadas en la afectividad. Todo ello no solo es deseable. También es posible.
Según los informes de Naciones Unidas, más del cincuenta por ciento de la población del planeta vive en zonas urbanas, proporción que aumentará al setenta por ciento en los próximos cincuenta años. Las ciudades de más de diez millones de habitantes, las ‘megaciudades’, experimentan un continuo proceso de expansión que engulle recursos naturales. La pregunta es: ¿a qué precio?
Las ciudades llevan una dinámica de crecimiento velocísimo. Crecen a un ritmo de cuatrocientas mil personas diarias en el mundo, doscientas mil porque nacen dentro de ellas y el resto por emigración, un ritmo inabordable que provoca ciudades con una bajísima calidad de vida. Este crecimiento crea perímetros de pobreza infinita y de frustración inabarcable. Por eso, desde hace años, «existe una conciencia y un compromiso por parte de ciudadanos de todos los sectores sociales que trabajan para hacer de ellas un mejor destino y un más humano lugar para vivir», explica el naturalista Joaquín Araujo.
Vitoria, Gerona, San Sebastián, Logroño, Cádiz y Madrid son las ciudades españolas con más metros cuadrados de zonas verdes por habitante, superando la recomendación de la OMS, que sitúa entre 10 y 15 metros cuadrados de área verde por habitante el mínimo aconsejable. «La solución del futuro pasa por hacer converger lo rural y lo urbano. Las cubiertas vegetales, los ecobarrios, los grupos de consumo responsables, los huertos urbanos son tendencias que ya están transformando las ciudades en espacios más amables, más éticos y, por tanto, más estéticos también», apunta Gildo Seisdedos, economista urbano, profesor del IE Business School y autor del libro Cómo gestionar las ciudades del siglo XXI.
Hacer de nuestras ciudades lugares más sostenibles, más equilibrados, más sensatos incluso, no es una utopía, basta con recuperar una relación que se ha perdido hace no tanto tiempo con la naturaleza, y ahora contamos con las nuevas tecnologías y con la economía del conocimiento para ello. Una de las propuestas que más adeptos concilia a la hora de reinventar los núcleos urbanos es la de los ‘ecobarrios’, espacios de fusión entre la vida, el trabajo y el ocio. Movilidad sostenible, uso reciente de las renovables, residuos como fuente de recursos, alta participación ciudadana y gestión integral del ciclo del agua son algunas de sus características.
Entre los ecobarrios más veteranos, se sitúa el de Sarriguren, en Navarra; pero hay otros, la Trinitit Nova, en Barcelona; o San Francisco Javier y Nuestra Señora de los Ángeles, en Madrid. Algunos, más ambiciosos, quedaron truncados por el efecto de la crisis, como el proyecto de Sociopólis, en Valencia. «No se trata tanto de crear nuevos barrios como de conseguir que las grandes zonas con una calidad constructiva bajísima (tipo Carabanchel o Moratalaz) se conviertan en modelos sostenibles, realizando una reconversión medioambiental del tejido urbano existente hacia el modelo propuesto por los ecobarrios», matiza Seisdedos.
Gildo Seisdedos: «De nada sirve tener ecobarrios si la gente duerme a ocho kilómetros de ellos»
¿Cómo? Para empezar, según este experto, «haciendo que ganen densidad los espacios urbanos en los que vivimos para hacerlos sostenibles. En Madrid, por ejemplo, las áreas que mejor funcionan son las que contemplan una gran mezcla de usos, y esas zonas son las que se articulan alrededor de los dos grandes ejes modernos, bien diseñados: Gran Vía y Castellana. De nada nos sirve tener ecobarrios si luego la gente duerme a ocho kilómetros de ellos o se desplaza a gran distancia para ir al gimnasio. Hay que buscar usos mixtos, que los espacios donde vivimos permitan realizar distintas actividades».
Cambiar el modelo. Buscar la ciudad compacta, la ciudad mediterránea, donde la plaza mayor ya era uso de mercado, esta y actividad política. «El problema es que hemos copiado un modelo de desarrollo difuso, basado en urbanizaciones, en densidades más bajas, en las que los costes de suministrar agua o servicios como transporte público las hace inviables. Tenemos que avanzar hacia ciudades de tamaño intermedio, que operen en forma de red, densas, que se relacionen de manera armónica con el ámbito rural que les rodea, que permitan que la naturaleza penetre en ellas», apostilla Seisdedos.
Los ecobarrios, además, cumplen otra función, tal y como recuerda Pablo Llobera, de la Red de Huertos Urbanos de Madrid: fomentar la vida comunitaria, emplazando a los ciudadanos a «participar de un diseño espacial coherente, apostando por la conservación de la energía y de los recursos naturales y, por tanto, construyendo entre todos un espacio urbano multifuncional, de intercambio, lúdico, ecológico, sin barreras arquitectónicas, bien conectado a través de redes de comunicación y de información».
Apostar por la agroecología urbana
Vivir en contacto con la naturaleza no solo mejora la calidad de vida y la salud física y mental de los habitantes, también implanta una estructura de lazos emocionales con el entorno y con los demás. El resultado: ciudadanos más comprometidos, más conscientes, más democráticos.
Otro ejemplo, los huertos urbanos. En España, según el estudio dirigido por Gregorio Ballesteros, del Grupo GEA21, el número de huertos urbanos supera los quince mil, en más de trescientos municipios, con una superficie de más de un millón y medio de metros cuadrados, unas 150 hectáreas (150 veces el césped del Santiago Bernabéu). El tamaño medio de estos huertos es de 75 metros cuadrados, aunque varía de manera significativa de unos a otros.
Pablo Llobera: «El principal beneficio de los huertos urbanos es un intangible: el empoderamiento ciudadano»
«El principal beneficio de cultivar huertos urbanos es un intangible: el empoderamiento ciudadano. Uno de los problemas de las ciudades es que se nos ha hurtado la posibilidad de intervenir en el espacio público, haciendo que la polis, que nació como un espacio de encuentro y de trabajo común, se vaya debilitando. La apropiación simbólica del espacio público reporta el sentimiento de pertenencia a un lugar porque lo cuidas, y no lo haces tú solo, sino que lo haces con otras personas, y no es tuyo, sino que es un bien común del que participas, y eso tiene muchísimas implicaciones beneficiosas, es una forma de revitalizar las democracias, de ir creándonos como ciudadanos más críticos, y transformadores, con ganas de actuar e intervenir sobre nuestro presente y futuro», comenta Llobera.
Cultivar en el corazón del asfalto no es una moda ni un desvarío. «Es una acción ilusionante, ya que la ruralización de la ciudad es algo que ayudaría mucho a entender la función que cada uno, por pequeña que sea, tiene sobre el sistema», como dice Dolores Raigón, doctora en Ingeniería Agrónoma por la Politécnica de Valencia y presidenta de la Sociedad Española de Agricultura Ecológica.
Existen varios tipos de horticultura dependiendo de aquello que se cultive: fruticultura (frutas), olericultura (verduras y hortalizas) o arboricultura (árboles). Por tanto, todo terreno es susceptible de convertirse en huerto: una azotea, un pequeño balcón, una sencilla terraza, pero también los solares inutilizados que nos salen al paso. «La horticultura es un medio; no buscamos tanto cosechas materiales (tomates, pimientos, berzas) como un pretexto para que la gente se encuentre en el espacio público y trabaje junta, porque es entonces cuando surgen inquietudes, problemas, carencias, y es la propia comunidad que trabaja la que tiene que buscar alternativas, soluciones. Con el cultivo de los huertos ya se están creando grupos de consumo agroecológico, talleres de autorreparación de bicicletas, mercadillos de trueque (ropa, juguetes), grupos de padres y madres autogestionados, etcétera. Eso es lo interesante, suscitar otras formas de hacer ciudad con la naturaleza de por medio», considera Llobera.
El perfil de los horticultores modernos se sitúa entre los 30 y 50 años, con un nivel cultural medio y ciertas inquietudes respecto a la ecología, la naturaleza y la alimentación. «Las ecociudades −continúa Llobera− no las van a hacer ni las leyes, ni las empresas ni los medios de comunicación, sino una minoría consciente, que ponga en marcha iniciativas de energías renovables, de compostaje de materia orgánica, de cultivo de todas las zonas verdes que sea posible, que se comprometa con una movilidad sostenible… y ya estamos asistiendo a ese cambio de paradigma, de abajo a arriba».
Todo ello pese a que el impacto de la agricultura urbana en la cesta de la compra aún es testimonial, pero precisamente por eso es importante, porque da testimonio de que hay otras maneras alternativas y de que se puede cultivar en la ciudad. «En la mayoría de los casos, autoabastecernos de productos provenientes de huertos urbanos tiene poca repercusión para nuestros bolsillos. Hablamos de unos cincuenta euros al año, aunque hay familias que pueden ahorrar unos trescientos, pero tiene un poder ejemplarizante que no se puede cuantificar», apostilla Llobera.
Lo que no deja de resultar sorprendente es que España, el primer país productor de agricultura ecológica de Europa, no la consuma, ya que el gasto medio de un español en productos ecológicos ronda los veinte euros mensuales. «Todavía hay poca conciencia de lo que significa un alimento ecológico en nuestro país», denuncia Raigón, al tiempo que propone medidas institucionales que incidan sobre las bondades de la producción ecológica, sus repercusiones sobre el medioambiente y sobre la salud.
«Si los gobernantes dirigieran medidas preventivas, enfocadas a la alimentación de calidad, los gastos sanitarios se reducirían significativamente. Basta pensar en el hecho de que si un niño, durante su infancia, ha llevado una dieta desequilibrada que le ha causado obesidad, tendrá muchas posibilidades de convertirse en un adulto con enfermedades crónicas, como diabetes o hipertensión». Además, prosigue Raigón, «cuando hablamos de producción ecológica, los alimentos obtenidos por este sistema aportan más minerales, vitaminas, proteínas y sustancias bioactivas de carácter antioxidante. Las evidencias son concluyentes».
Lo que no deja de resultar sorprendente es que España, el primer país productor de agricultura ecológica de Europa, no la consuma
No hay que olvidar que la agricultura ecológica no se entiende como una mera práctica aplicable al modelo productivo. «Dentro de sus principios y objetivos, se encuentran aspectos vinculados a la mejor calidad de vida de los productores y consumidores, y aspectos que van desde la técnica a realizar en un cultivo, ganadería, etc., a cuestiones holísticas vinculadas con los valores sociales, económicos y de justicia social», remata Raigón.
La ética como proceso de contagio
Colaborar con la naturaleza en pleno pulmón del hormigón de las ciudades no supone una molestia ni un ímprobo esfuerzo. Todo empieza en uno mismo. Cada uno de nosotros somos la solución. Bastan unos mínimos para que la contribución sea inmensa: emitir menos contaminación acústica, pasear un poco más, pedalear, engalanar de verde el balcón, bajar las escaleras en vez de utilizar el ascensor, procurar una economización del gasto energético, minimizar la creación de basuras… «Con esos pequeñísimos gestos hacemos aportaciones fundamentales y permitiremos que la naturaleza ocupe un poco más de espacio en nuestras ciudades. A partir de ahí, todo depende del grado de conciencia, que puede llevarte a todo tipo de iniciativas sociales, populares, a ejercer, en definitiva, tus derechos políticos, que tienen que ver también con el hecho de que la ciudad sea más llevadera. Y esto se enseña, da igual la edad que tengamos, la ética es un proceso de contagio», comparte Araújo.
La ciudadanía comienza a ser consciente de que formar parte del todo es vital, y esa contribución a la totalidad se realiza desde el papel de activista. Incluso desde el punto de vista más prosaico –o no tanto−, el del impacto visual. «Toda contribución paisajística hay que incluirla en los aportes globales. El espacio verde que aporta un territorio ordenado, como el de los huertos urbanos, los ecobarrios, los cinturones verdes, los pulmones urbanos o cualquier otro, hay que considerarlo en las aportaciones de amortiguación del impacto y, por tanto, son tremendamente beneficiosos», afirma Raigón.
Al fin y al cabo, estar sentimentalmente vinculado a la naturaleza es estar sentimentalmente vinculado a la continuidad de la vida, a la belleza de este mundo. Al futuro.